viernes, 7 de octubre de 2011

Evento del día de hoy.

Noticias de la Comuna:

Fotos de la inauguración del local de la Boyacá, Confluencia de Militantes Peronistas Comuna 11:




El progresismo y las contradicciones con el movimiento popular.

Las posturas políticas e ideológicas que en la práctica convierten al progresismo en un grupo de poder ajeno a la cultura popular y necesidades de los trabajadores como colectivo social.

Cada vez falta menos tiempo para las elecciones nacionales, es decir, para la ratificación del modelo nacional y popular que de la mano de nuestra Presidente nos ha traído tremendas satisfacciones, no solo en el ámbito de lo económico y material sino también desde la perspectiva política y simbólica. Es que actualmente Argentina vuleve a ser un país que intenta comandar su destino, sin injerencias foráneas. Cada vez falta menos para la ratificación ciudadana de los cambios y sin embargo algunos dispersos referentes de la oposición política parecen no haberse enterado del resultado de las primarias de agosto. Simplemente continúan- a expensas de ellos mismos y de sus intereses- habitando en el limbo de la irracionalidad, de la utopía y de la reacción típica de los neoliberales. Antes que tomar nota sobre el hecho de que los medios masivos de comunicación, altamente concentrados, no son el principio ni mucho menos el fin de la democracia ficticia, formal y abstracta de la que ellos se hacen eco, algunos representantes de la oposición política montaron un show mediático en torno al tema Schoklender. Saben que el modelo popular conducido por Cristina Kirchner en estos años tuvo un Parlamento esquivo y también saben que a pesar de ello no recurrió bajo ninguna instancia a los decretos de necesidad y urgencia. Saben que todos sus ministros o secretarios de Estado se presentaron a los llamados de las comisiones cada vez que les fueron requeridos informes y saben también de las conquistas sociales y políticas venidas de una concepción más racional del modelo de desarrollo. Sin embargo, a pesar de todo ello, insisten en la falta de democracia del régimen vigente, en las pretensiones de control y de hegemonía como si en realidad esa idea- la de la hegemonía política- fuera algo deprorable.
A la luz de lo anterior vemos que el problema ya no es sólo la cantidad de editoriales o de entrevistas radiales y televisivas que los medios de comunicación dedican a un psicópata investigado por la justicia, sino que la cuestión es por qué hay un tibio y siempre supuesto progresismo que con sus acciones políticas concretas se suma a la campaña mediática en contra de la lucha- tremenda lucha- de las Madres y de las Abuelas que pelean por la aparición y la recuperación de las víctimas de la dictaduras a partir de una consecuencia y persistencia política de dignidad de dificil imitación. En los hechos, es evidente que los mal llamados sectores del progresismo argentino hace mucho tiempo perdieron la perspectiva de largo plazo de los cambios asupiciados desde los sectores populares bajo el protegonismo del gobierno nacional. Es que esos sectores en realidad, la historia así lo demuestra, siempre estuvieron en contra de todas y cada una de las manifestaciones de la cultura del pueblo. Estuvieron contra Perón y hoy están contra Cristina que es la mejor exponente de los valores históricos por los que siempre supo luchar el movimiento peronista. Ese progresismo de los sectores medios no debería prestarse al juego de los grandes monopolios de las comunicaciones con Clarín y La Nación como su cara más visible. Es que el gobierno popular no solo trae la satisfacción personal y colectiva de ser felíz porque otros, los demás, lo son sino que también pudo sobrevivir a cientos de tapas del Grupo Clarín, hecho que dió de bruces con otro de los grandes mitos que este gobierno supo y pudo desenmascarar. El supuesto progresismo tendría que entender que ya no es posible apoyarse en la extorsión de esos grupos de comunicación que los amenazan con quitarles visibilidad, prensa y minutos en los medios de comunicación, si no se suman a sus operaciones mediáticas. De una vez por todas, tendrían que saber que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tiene un sentido estratégico para la democracia porque precisamente busca democratizar el acceso y la propiedad en relación a esa temática. Busca que todos y cada uno de los sectores sociales, desde los movimientos sociales y políticos, vecinales, de base, comunitarios y hasta el sector privado con fines de lucro, puedan expresarse de la mejor manera para dar a conocer sus puntos de vistas, intereses y particularidades. Entonces, no es, como dice el gobernador de Santa Fé, una compleja herramienta que tiene que modificarse en sus aristas más ríspidas para referirse al artículo 161, judicializado por Magnetto para evitar salir de las posiciones monopólicas y adecuar sus inversiones a lo que esta nueva ley permite.
El problema para los sectores del llamado progresismo, del que el socialismo criollo en su mayoría es un claro exponente, es que la lógica y las formas de propiedad de los monopolios informativos y la plena vigencia de los derechos humanos tienen mucha relación En ese cotexto, la defensa de los intereses corporativos de los grandes monopolios, en este caso de la información, no solo expresa determinada posición política respecto a los cambios en el sentido popular, sino que además es un claro atentado contra la lógica del sistema democrático y así defienden intereses que además de ser minoritarios van contra la lógica y las razones, la definición y la defensa del bien común, del de las mayorías. Por eso, en la defensa de esos intereses corporativos están atentando contra la democracia al atentar contra el sentido social y popular que tuvo el debate por la Ley de Comicaciones que además tuvo un decisivo impulso a partir de la militancia de la Coalición por una Radiodifusión Democrática que así cobra visibilidad y protagonismo en la articulación de un proyecto de ley que termina con el decreto que regía los medios audiovisuales desde la última dictadura, la más atroz y reaccionara de todas las que tuvieron que vivir los trabajadores argentinos. Esa coalición es la que en su momento había elaborado “los 21 puntos” en el año 2004. Sin embargo, salieron a la luz pública como una voz débil y con la militancia de unos pocos medios comunitarios y públicos a los que se sumó el calor de las Madres y Abuelas. El progresismo por su parte nada nos dijo al respecto.
El argumento más sólido que presentan los sectores del progresismo dubitativo, que a su vez es el más fiel representante político y cultural de un sector de ciudadanos también dubitativos, es que el kirchnerismo- como expresión política y cultural- tiene marcadas y poco simuladas pretensiones de hegemonía política. Incluso ese argumento lo usan como estrategia para intentar salir bien parados en las próximas elecciones para la conformación del Congreso Nacional. Una argumentación que como todas sus estrategias y argumentaciones residen en la irracionalidad y en la desesperación de saberse minorías, de saberse representantes de ideas que hoy la amplia mayoría no comparten. Sin embargo, si nosotros retomamos la categoría de “hegemonía” (tratada magistralmente por A. Gramsci) vemos que esta es una herramienta conceptual para pensar el proceso de dominación y control social. Pero esta dominación social, en definitiva la “hegemonía”, no es una imposición externa y sin sujetos, sino que es un proceso en el que una clase o sector de clase privilegiado y dominante, hegemoniza en la medida que representa y expresa los valores y los intereses en los que se identifican de alguna manera los sectores populares. En otras palabras, la hegemonía puede ser leída como un contrato social que se hace pero que también se deshace donde los grupos de intereses más conservadores pueden hegemonizar el sentido público y así la agenda de gobierno o muy por el contrario esta hegemonía eventualmente puede ser ejercida por los sectores y sujetos populares a través de la gestión democrática de la agenda de gobierno por parte de las organizaciones y de los partidos políticos representantes de los intereses de los trabajadores.
Desde este punto de vista, el término de “hegemonía” no tiene porque desvelarnos en el sentido de que sería un concepto peyorativo. De hecho, este concepto es constitutivo de la democracia porque en ese caso concreto, en el de la democracia, la idea de “hegemonía” no remite sólo al uso de la fuerza o a la imposición, sino que en primer lugar remite (como lo viene demostrando el gobierno al negarse a reprimir la protesta social) a la persuasión y a la producción de sentidos y de mensajes que articulan a los colectivos sociales. El concepto de “hegemonía” bajo estos parámetros no es peyorativo porque reivindica el juego democrático, la lucha por el poder, por el sentido de las cosas, por los objetivos y metas de un gobierno o por las formas en que se expresan las necesidades de transformaciones en favor de las mayorías nacionales o en favor de los sectores conservadores que pululan por doquier.
Me parece que en el régimen democrático así entendido (que además es la representación más cabal de los intereses, la cultura y las perspectivas coyunturales pero también históricas de los trabajadores) el concepto de “hegemonía” es fundamental para profundizar en los valores y en las políticas democráticas, populares e inclusivas en las que persiste el gobierno de Cristina. Entonces, el kirchnerismo como mejor expresión política e ideológica de los trabajadores en este particular momento histórico, tiene todo el derecho a militar en favor de la hegemonía para así hacerse con las grandes mayorías nacionales. Tiene ese derecho porque así es el juego de los regímenes políticos democráticos y nada pueden reprocharles los sectores de la oposición política al respecto. En realidad, el gobierno nacional tiene todo el derecho a ejercer la hegemonía en todos sus ámbitos, tanto en lo político, en lo ideológico como en lo cultural, porque en estos años dio fehacientes demostraciones de eficacia y eficiencia a la hora de gobernar. Una eficiencia y una eficacia que en teoría los neoliberales, de los que el falso progresismo es parte, se creen sus máximos exponentes. Siempre en teoría, el progresismo goza de la máxima eficiencia porque en la práctica de la política nos llevaron a un descalabro económico que el gobierno de Alfonsín no supo evitar y que posteriormente el gobierno de la Alianza no pudo evitar. Todo esto también tiene mucho que ver con la hegemonía.
Lo que no están dispuestos a aceptar los sectores del falso progresismo es que las organizaciones, los partidos políticos, movimientos y asociaciones de base que representan o intentan representar determinados intereses de los sectores populares, viven un nuevo y extraordinario ejercicio de identidad de sus propias historias, crónicas y esperanzas en un momento particular de la Argentina que precisamente se caracteriza por la hegemonía del gobierno. De hecho, los festejos del Bicentenario y las muestras de afecto y de militancia por el fallecimiento de Kirchner son fieles manifestaciones de esa hegemonía que también se expresó en las primarias de agosto y que tienen mucho que ver con la profundización de los cambios a nivel de las instituciones y con la mejoría de la calidad de las mismas en el ámbito de la democracia y de la participación ciudadana. Este proceso de hegemonía no sólo es del orden de los derechos económicos que siempre son más palpables sino también del orden de la subjetividad de cada cual. Para mi gusto, durante demasiados años la realidad parecía mostrar que lo popular se perdía en la categoría de lo que es masivo, impuesta por las llamadas industrias del espectáculo y de los medios de comunicación. En cambio hoy, la política recuperó sentido para amplios sectores populares. De hecho, en este momento la política es la mejor herramienta de participación para cambiar la realidad. La hegemonía de los sectores populares, que están legitimamente representados por el gobierno nacional, se solventa en las crónicas de la historia que reivindican la vida y las acciones de los libertadores que como San Martín, Bolivar o Artigas pelearon por la Patria Grande y lograron la independencia mientras que de la mano del primer peronismo esos mismos sectores populares- hoy hegemónicos- conquistaron los derechos sociales y la identidad.
Finalmente, el progresismo batalla con todas sus fuerzas contra el proceso de trnsformaciones porque le tiene horror a los cambios y así defienden el status quo. Mientras tanto, el gobierno, como en todo fenómeno político hegemonizado por las ideas del cambio y del compromiso con la historia, exhibe un fuerte liderazgo. Ese liderazgo está encarnado por quien sabe interpretar e interpelar los intereses nacionales. Y tiene nombre propio. Se llama Cristina Fernández de Kirchner que tracciona a los auténticos sectores progresistas en el sentido que buscan el progreso de Argentina en un ámbito de cambios e inclusión para las mayorías.

Referencias bibliográficas:

Repetto Saieg, Alfredo Armando: “Más allá de la crisis y la utopía neoliberal” 1° edición, Buenos Aires, Argentina: el autor, 2010.
Anguita, Eduardo: “Los medios justifican el fin” Publicado en Miradas al Sur de la edición del 18 de septiembre del 2011.

Autor: Alfredo Repetto Saieg.

Volver.

Una foto suya y de sus hijos recorrió el país de la mano de la Presidenta. “Fue un homenaje a la política de Estado en ciencia y tecnología. Pero es un homenaje también a mis hijos, a mi mujer, a las horas que no he estado con ellos, a las semanas que paso sin verlos”, resumió.

La inauguración del Instituto de Biología Molecular de Rosario trajo varias sorpresas. Por un lado, la visita de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por el otro, la aparición de otro Fernández en escena: Claudio, un científico de 44 años repatriado que le regaló a la mandataria las fotos de sus dos hijos en señal de agradecimiento porque esos niños Irina, de 10 años, e Iván, de 5, pueden vivir en la tierra en la que nacieron sus padres gracias a las políticas implementadas en materia de ciencia y tecnología. Fernández vivió desde 2002 hasta fines de 2005 en Alemania, en Goettingen, una ciudad que tiene un Premio Nobel cada mil habitantes. Y volvió a la Argentina, convencido de que acá se podía, de que era posible desarrollarse como científico, con la necesidad de devolverle al país todo lo que la educación pública le había dado. Pero además dejó en claro a través de esas fotos que la Presidenta le pidió y que ella consideró como un homenaje, que los científicos son seres humanos con emociones y sentimientos. “Estoy convencido de que acá se puede hacer ciencia de alto impacto y quería que mis hijos, cuando crecieran, no pensaran que por mi actitud, por la ciencia, había dejado un poco de lado las raíces de ellos. Así que yo quería que ellos crecieran en esa ciudad tan linda donde yo me formé”, cuenta Fernández.
El científico argentino, que estudia Parkinson y Alzheimer, fue jefe de grupo en Alemania, donde tenía a su cargo un porcentaje muy grande de estudiantes argentinos “porque siempre supe que la diferencia entre un científico latinoamericano y uno de un país desarrollado no era genética. Nuestros genes no nos dicen que ellos son más capaces que nosotros, la diferencia es ambiental”, destaca. Y en diálogo con Veintitrés asegura que no le molestan las notas, ya que los científicos emplean dinero público para las investigaciones 

–¿Qué opina del Instituto de Biología Molecular que se inauguró en Rosario?

–Es muy importante generar un ambiente donde uno pueda explotar todo ese potencial, toda esa capacidad. Por eso es importante este instituto y contar con infraestructura, porque somos 200 investigadores que nos vamos a poder ver la cara todos los días, en el ambiente que necesitamos para exacerbar nuestro potencial, esa es la única diferencia que tenemos con el exterior. Tenemos recursos humanos brillantes y podemos darnos el lujo de hacer investigaciones con mucho menos financiamiento, porque la calidad de los recursos humanos que tiene en particular Rosario no es común. Si a eso se le inyecta un ambiente adecuado y financiamiento tenemos un tema de ciencia y tecnología cubierto por décadas y décadas.

–Usted estudió primero en la Universidad de Buenos Aires, hizo su doctorado en la Universidad de Rosario, en el Instituto de Biología Molecular. Su mensaje, de alguna manera, tiene que ver con que con esa educación se puede llegar lejos.

–Cuando uno se capacita en la educación pública y se sustenta con los impuestos que paga toda la sociedad y llega a ser lo que es gracias al financiamiento del Estado argentino, lo mínimo que uno tiene que hacer es ciencia acá, porque es un poco devolver a la gente que confió un poquito de aquello de todo lo que nos dio. Entonces, cuando uno se encuentra con que lo está haciendo en una sociedad como la alemana, que entiende lo que es la ciencia y la tecnología, y que reconoce que son muy importantes para avanzar es muy bueno, pero no es la sociedad donde yo me formé, ni con la que yo me siento identificado ni a la que yo quiero devolverle todo lo que me dio. Y sumado a eso, no quiero quitarles a mis hijos la posibilidad de elegir. No siento el derecho de poder elegir por ellos. En Alemania ellos tienen el futuro asegurado, pero si yo puedo hacer esto en la Argentina, ellos también lo pueden hacer. Traté de preservar eso que tiene el argentino en el exterior y también que ellos sepan cómo se generó esto, a partir de qué sociedad. Y por eso tener una foto con la Presidenta, con el gobernador de Santa Fe (por Hermes Binner), que ellos sepan que esta historia implica tener una foto para mostrarles a mis hijos y poder decirles: esto se generó por esto y por lo menos ya saber la historia cómo es.

–¿Qué sintió cuando las fotos de sus hijos fueron mostradas en cadena nacional por la Presidenta?

–Fueron un homenaje a la política de Estado en ciencia y tecnología. A esta gestión, a la gestión de Néstor Kirchner, a todo el esfuerzo que está haciendo la provincia de Santa Fe apoyándonos, pero es un homenaje también a mis hijos, a mi mujer, a las horas que no he estado con ellos, a las semanas que paso sin verlos. Es un reconocimiento que me tranquiliza un poco el alma. Y es también un reconocimiento a todas las personas que creen que se pueden hacer cosas de alcance internacional.

–¿Qué opinan en el exterior del trabajo que se está haciendo en Rosario?

–Hoy somos un grupo de referencia desde la Argentina, los laboratorios siguen nuestros conocimientos, están atrás de nuestras investigaciones. Y eso en un país como el nuestro, que está cambiando pero en el que es bastante naciente todo esto, todo es a base de un esfuerzo personal muy grande donde a veces uno pierde el objetivo de si está bien todo lo que está haciendo.

–¿Por qué cree que fue tan fuerte para la Presidenta que usted le mostrara las fotos?

–Los científicos somos seres humanos con emociones y sentimientos. Yo estoy convencido de que acá se puede hacer ciencia de alto impacto y quería que mis hijos, cuando crecieran, no pensaran que por mi actitud, por la ciencia, había dejado un poco de lado las raíces de ellos. Así que yo quería que ellos crecieran en esa ciudad tan linda donde yo crecí, que a su vez me posibilitó capacitarme, y esto no son palabras. Con hechos le devuelvo a la sociedad un poco de lo que la sociedad me dio. Y lo hago cotidianamente realizando distintas actividades más allá de mi actividad científica. Creo que cuando uno está en el exterior y escucha que sus hijos a los dos o tres años empiezan a hablar en alemán, es muy fuerte. Yo lo vivía de una manera artificial que iba en contra de lo que yo pensaba. Cuando me ofrecieron trabajo, decidí volver al país porque creía que se podía hacer ciencia de alto impactó acá. Y le agradecí a la Presidenta y al ministro Lino Barañao haberme dado la posibilidad de regresar al país. Y haber demostrado que habernos convertido en estos años con nuestra actividad en un grupo de referencia internacional en la materia tiene que ver con un buen usufructo de toda esa confianza que se depositó en mí, el gobierno nacional con su inversión y el gobierno provincial con todo su apoyo. Tampoco quiero dejar de lado todo el apoyo que hemos tenido del gobierno provincial que quiere incluso construir un centro de ciencias, y que va a hacer un centro asociado a un hospital y que ahora en octubre viene primer ministro de Baja Sajonia para poder firmar con Santa Fe un acuerdo para llevar adelante toda esta investigación.

–¿Sintió en algún momento que sus hijos sufrieron el choque cultural?

–Iván tiene 5 años y nació en Alemania y es ciudadano argentino por decisión propia de su padre, después él decidirá lo que quiere hacer. Mi hija Irina tiene 10 años y ella fue la que realmente se enfrentó con el choque cultural. Porque estuvo viajando por todos lados hasta que llegamos a Alemania, y fue ella la que con un año y medio tuvo que escolarizarse con 30 chicos que hablaban otro idioma. Por eso, los cambios culturales los que realmente los sufren son los hijos y la familia. Y uno disfruta haciendo ciencia en un entorno como el alemán, y está muy bien, pero no hay que perder de vista todo esto. De alguna manera es eso lo que le agradecí a la Presidenta. Está muy bueno toda la base científica que uno pueda generar, pero el hecho de poder ver que mis hijos crecen en la sociedad que formó al padre, que permitió capacitarlo, y ver que ellos de alguna manera han recuperado su identidad es más importante que cualquier otra cosa. Es algo que le quise agradecer a la Presidenta.

Fuente: Guillén, Francisco. Publicado en revista Veintitrés de la edición del 4 de octubre del 2011.

Los años setenta.

Ahora que los juicios a los responsables del terrorismo estatal siguen su curso, es posible indagar con más profundidad en la condición militante de aquellos años sin temor a que se alimente la cartilla de las derechas.

Cómo eran las generaciones militantes de los años 70, años de insurgencias armadas? Las militancias suponen siempre una disyuntiva moral. Algunos textos de épocas anteriores a esos años, como Las manos sucias, de Sartre, pueden introducirnos a esos dilemas. En esta obra de teatro se trataba el tema de qué hacer con un hecho abismal –un asesinato político– cuando ya no lo justifica el armazón argumental desde el que emanó la decisión de matar a alguien. En el caso de esta obra teatral tan conocida, el dirigente contra el que se atentaría (Hoereder) era el secretario general del mismo partido en el que existía una línea interna adversa que procuraba su muerte. Un emisario de la tendencia contraria (Hugo) comete entonces ese acto. Tiempo después, el núcleo político que decidió el hecho revisa sus posiciones y adopta las del dirigente asesinado. Hugo, el asesino, siente el vaciamiento de su acto, convertido en un sinsentido, algo que despojado de razón política se explicaría apenas por sus oscuros dilemas personales. 
Sartre quería decir que todos los actos de una persona se resuelven en términos de su propia responsabilidad, con o sin las justificaciones políticas que eventualmente puedan esgrimirse. No obstante, siempre una responsabilidad individual queda envuelta en capas sucesivas de responsabilidades grupales o colectivas. Dilucidar qué corresponde a cada plano es el más importante problema filosófico de la acción política. Por eso, Sartre imaginó la situación en la que se retiraba la responsabilidad colectiva –la de la “época”, la del grupo político, incluyendo sus adherentes periféricos– y quedaba sólo la individual. Hugo dice: “Estoy solo, con un cadáver en la historia.” Sobre este tema, las tramas jurídicas conocidas, mucho más hijas de la tragedia griega que del Derecho Romano, proceden cuando la justificación política queda desvanecida y ha dejado un guijarro irreductible en la historia. Un muerto. 
Verdaderamente, nunca se puede actuar como si siguiese vigente una época que sentimos que ya ha corrido su cortinado. Un vago temblor sostiene nuestro juicio, porque ni es posible suprimir las responsabilidades directas ni omitir que estas están entrelazadas a momentos difusos cuyos confines no conocemos o se han desvanecido. Por otra parte, una época entera y no una persona es la que puede disparar un arma valiéndose de esas pobres briznas, las pasiones individuales. Pasiones que finalmente se entrelazan con la misma existencia nacional, y que suelen justificar hechos de violencia fundantes. Siempre el pensamiento colectivo, en el juego de la historia, es superior a los dictámenes y leyes que sin embargo, en la dimensión que les es inherente, poseen también su poder universal. 
Así, entre nosotros, el pensar común de un colectivo social se constituyó para repudiar el terrorismo de Estado. Las leyes acompañan o pueden anticiparse, y también convencer luego a los vacilantes. Pero en otro sentido, el pensamiento social general podía no acompañar los hechos armados que excedían lo que una época creía presentar con carácter fundador. Hay un misterio de las leyes: son imprescindibles. Pero cierto punto excedente que se halla en las voluntades políticas y en las memorias vivas de la gente, a veces las amortigua, apaga o les dicta una irresistible suspensión. Las leyes son pensamientos trágicos que se amoldan después al juicio poderoso del sentido común (puede ser un Estado el que lo regule) y lucen con sus saldos establecidos cuando el vértigo de una época extingue su demasía.
Nadie cuestionó el fusilamiento de Liniers, pues enseguida se organizó una leyenda patria que lo incluía como hecho doliente pero necesario. No se podía cuestionar esa piedra fundacional, por más problemática que fuera, pero nadie se jactó de ella. Los pocos críticos póstumos de ese acto –los hubo– reconocieron que su tumba estaba olvidada y que los ejércitos de la independencia pasaban indiferentes por ese paraje cordobés de Cruz Alta. 
El film Cenizas y diamantes, de Wajda –de fines de los años cincuenta– es una de las piezas artísticas del siglo XX que trata con más justeza la desolación que provoca la decisión de realizar un atentado político sobre un líder antagónico. En este caso, era el máximo dirigente del Partido Comunista polaco, asesinado por un militante nacionalista (actor: el gran Cibulsky), en medio de escenas en las que el crimen político resalta por su absurdo esencial. No un absurdo político, sino un acto que era desatinado, por más que tuviera una esencia profunda. Se muere bajo un ropaje político, pero gratuitamente. Es la mera condición humana la que ahí aflora como angustia inconfesable, fuera de toda cartilla ideológica de acción. Por algo aquel film es quizás la máxima expresión del existencialismo en la cinematografía de la época. 
En La guerra ha terminado, film de Resnais, con guión de Semprún y la actuación de Yves Montand, encontramos también un clima de gran melancolía política. El militante vuelve de su viaje por España con una noticia que para transmitirse no podía sostenerse en los rituales preexistentes. Ya no había condiciones de actuación política tal como la imaginaban los exilados comunistas en Francia. Los años habían pasado, las memorias se deshilachaban y el pegajoso veredicto de la realidad desaconsejaba los ultrismos. El militante –gran trabajo de Yves Montand– sabía que él ya no tenía nada que hacer pero que una y otra vez se reiniciaría la política tocada por la gran fascinación de su irrealidad, por una sed de absoluto. Él quedaba al margen de la historia, pero el film no recomendaba de ninguna manera una actitud de reacomodamiento, subirse otra vez al trencito, de la manera que fuere. Es que siempre, para alguien, o para muchos, una época ha terminado. Las discusiones que suceden cuando la guerra ha terminado ocupan a jurisconsultos y peritos. Una sociedad encuentra su margen de razonabilidad en la vida en común cuando se encamina a condenar lo que la historia trae en su lado de penumbras: el genocidio, el terrorismo estatal, el horror que hiere al sentido heredado de lo humano sin más.
Hacia 1977, la agrupación Montoneros hace cálculos ufanos, quimeras que produce la fuerza irreal del lenguaje ritualizado. Escritos de una organización cercada a un año del golpe de Estado, que saluda a sus muertos, sabe de los crueles métodos de aniquilamiento que están en curso, pero teje alentadoras presunciones, despojadas de la abrumadora realidad de los obstáculos que se alzaban por todos lados. ¿Era tan difícil percibir los escollos exterminadores, o la verdadera percepción surge después, cuando las evidencias extensas de la sangre se imponen sobre el lenguaje profesionalmente etéreo de los comunicados? 
Ahora que los juicios a los responsables del terrorismo estatal siguen su curso, es posible indagar con más profundidad en la condición militante de aquellos años sin temor a que se alimente la cartilla de las derechas, que desean su mendrugo de sanciones simétricas para retomar su tarea de denigrar a las militancias políticas del pasado. Tales derechas se basan en hechos notorios sobre los que la época –esa semidiosa casquivana– no acompañó y no podía acompañar con su dádiva. ¿Poseemos un vocabulario adecuado para llegar al núcleo profundo de las decisiones específicas de violencia que un ciclo histórico posterior desautoriza o que ya podían considerarse un acto infortunado en el mismo momento que se ejercían? Para esto es preciso descartar oscuros rituales de revancha y no conceder a equivalencias que diluyan las responsabilidades de los que tomaron verdaderas decisiones exterminadoras en las tinieblas del Estado. Y así, examinar con nuevas éticas rememorativas las ideas sobre la condición humana de la militancia de la época.
Debemos admitir entonces que no hubo en aquella generación hoy denominada setentista, el trabajo con ideas más profundas referidas a la condición humana. Era una nota general de los moldeamientos épicos de la acción política. Basta leer hoy las narraciones de enfrentamientos donde se conmemoraba a los caídos, escritas por los cronistas de los partidos armados, para percibir que se trataba de un juicio unidimensional sobre la voluntad militante. André Malraux había escrito una novela precisamente con ese nombre, La condición humana. A pesar de que fue muy leída en los ambientes de mayor compromiso político, no se extraía de ella una conclusión adecuada. Lo que ahí se quería decir sobre la militancia es que, efectivamente, había un destino ascético en el partisano. Pero era necesario un conocimiento suplementario. Se trataba del elemento trágico del compromiso político, que entre nosotros, pocos de la izquierda o de los hombres armados del peronismo insurgente, tuvieron voluntad de considerar. Apenas la tarea solitaria de León Rozitchner, en la época, sirvió para señalar no tanto la contraparte trágica del hombre épico, sino su incapacidad para acceder a los núcleos contradictorios de la conciencia militante, su madeja íntima desolada o repleta de simbologías atormentadas. Pero la figura del hombre armado, que era la sombra pasmosa de la época, no admitía la cautela filosófica. Eso, entendámoslo.
En cierto momento, que ya es un capítulo de la historia pasada, la acción armada no se enfocó hacia la zona exterior donde la imaginación política había situado la fuente de los infortunios nacionales, sino que se actuó indirectamente sobre –digamos así– el “enunciador del irredentismo nacional”. El propio Perón, que sumariamente había designado como “sabios y prudentes” a los dirigentes sindicales. No es fácil levantar ahora los hilos sueltos de esta discusión. Pero no se puede afirmar que colectivamente fue apreciado un acto militar “intramuros” que se transformaba en una demasía irreversible. La demasía de los conjurados, aparentemente imperceptible. Pero quedaba expuesta como carente de sabiduría y prudencia. Para una insurgencia, tiene que haber toda clase de razones para la violencia, políticas e históricas, apoyando su “ultima ratio” en la trascendencia justiciera y en la exclusión de toda arrogancia, si es que se porta instrumental beligerante. Virtudes clásicas ignoradas en nombre de conceptos militarizantes referidos a meros correlatos de fuerza. Se desconoció que en los espacios aun más cuestionados de la política nacional o sindical, existían lazos honoríficos, memorias de antiguos ultrajes, no reducibles a relaciones objetivas de dominio. Antes y ahora, la simple expresión “peronismo” revelaba la compleja urdimbre de esa textura asociativa de rememoraciones, cuyo costado legendario, con resonancias en un subsuelo popular colectivo, seguiría por mucho tiempo siendo un misal profano con el que lidiarían los descifradores. 
Las acciones de eliminación personal que un mínimo enfoque historicista hubiera desaconsejado (enfoque que postreramente reclamó Walsh), dejaban a la política sin mediaciones, sobre todo si se carecía de una hipótesis complejizadora de la condición humana. El magnicidio pudo ser así una gramática, una desatinada epistemología. Se lo concebía como un hecho técnico, no trágico, no moral, no incluido en ninguna eticidad, por extrema que fuera. Era la objetividad de la historia sin el auxilio, por brumoso que fuera, de una “condición humana” tomada por la fragilidad esencial de la historia. Los Montoneros, que no se basaban en fórmulas clasistas, se inspiraban en marcaciones imaginarias basadas en una justicia radicalizada, un “de profundis” nacionalista popular. Sabemos hoy que no eran visiones muy alejadas de una mitología de la nación cristiana puesta bajo los ropajes de la nación socialista. El padre Hernán Benítez, fino teólogo, percibía el drama ético político de muchos militantes. El drama de la fragilidad de la historia. De los caídos, fue diciendo: “asesinados por la Nación que no supo comprenderlos”, un acertijo tremendo, y más, proviniendo del confesor de Eva Perón. Formidable paradoja en la que la nación aparecía a la vez como mortífera y comprensiva.
Luego, nadie calculó las dimensiones ilimitadas de vejación que podían tener los actos masivos de tortura y la decisión estatal de descargar cuerpos exánimes en el mar o procurar su desaparición con tecnologías que esencialmente pasaban por una consideración del cuerpo cautivo de los aprisionados, en tanto cuerpos destrozables y nulificables, más allá de todo signo de identidad humana. Aún hoy no se termina de pensar cabalmente el dilema capital por el que atravesó la sociedad argentina, siendo la polémica que originó el filósofo Oscar del Barco con su crítica a la militancia sacrificial, una manifestación extrema de los arduos caminos que recorre el pensamiento crítico para reponer la comprensión de una época sobre sus pies. La generación setentista –si es que esta denominación sigue siendo necesaria– debe ser pensada a partir de la generosidad política que la caracterizó, sin omitir la consideración de sus inadvertencias y extravíos. No tanto la “soberbia armada”, que es fácil decirlo ahora. Sino la cuestión de la condición humana puesta como rígido tejido de modelos de epopeya y el ser político puesto como un sujeto de emancipación, aunque eximido de nociones como autoexamen, íntima fragilidad de los actos o cavilada responsabilidad sobre los hechos. Lo mortífero, lo inmolatorio y el suplicio final ocurrieron sobre cuerpos desdichados. Pero ocurrieron también en torno a cuerpos sin filosofía y filosofías sin sujeto. A nadie se impugna diciendo esto. Pero a la distancia, estas dolorosas omisiones deben mencionarse. 
De la manera que sea, hay una respetabilidad a guardar sobre lo que constituyó la moral general del cuerpo de militantes de la época. Pero no se trata de tomarlos en el rastro lineal de una hipótesis de continuidad ejemplar. Son otra cosa, yacimientos vitales de nuestra memoria, leños que no terminan de arder, aquello en lo que creemos sin acabar de delinearse completamente el contorno precioso de lo que hoy debería decirse. Hay algo endurecido, aún calloso, en el lenguaje que usamos para referirnos a ellos así sea devocionalmente. No debería ser así, pues nos siguen interrogando en nuestra remisa actitud de no atinar muchas veces a decir algo nuevo. Por eso, la sola “investigación periodística”, que demasiadas veces habla con tecnicismos operativos y metáforas de fuerza tomadas de la misma materia que investiga, no es el camino para pensar aquellos actos armados, sus conmovedoras certezas, sus trágicos errores y la necesaria crítica que sepa no abandonar lo que aún repica de aquellas voces setentistas. Sólo que decirles así ya es impropio. Escucharlas de otra manera es quizás poder dar luego otro paso, que es decir (o explicar, o reconvenir, o enmendar) lo que en su momento ellas no pudieron. Puede ser la irrecusable pero serena tarea nuestra.

Fuente: Por Horacio González Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional publicado en diario Tiempo Argentino de la edición del 4 de octubre del 2011.