viernes, 25 de noviembre de 2011

Civilizados y bárbaros.

Creo haber mostrado el carácter de la Europa moderna como un espíritu, como un proyecto político, como una actitud de conquista ante el mundo, como una idea del futuro de dominación. La España que conquistó América, como una fuerza ciega, continuadora de la reconquista a los moros, según Ortega y Gasset, trasladó a estas tierras ese espíritu, ese proyecto, esa cultura. Se perfilan, de este modo, dos líneas históricas que van configurando, contradictorias pero entretejidas, una América que hasta fines del siglo XVIII se reconoce fundamentalmente en lo indo-hispano del interior, y, desde comienzos del XIX la europeizada en la cultura de las ciudades portuarias que, a partir de ese momento histórico, comienza a afrancesarse o ilustrarse, y que se arraigará con preferencia en las capas medias. 
Enrique Dussel hace una muy interesante distinción, en la que me basado, para pensar mejor, con mayor detalle, el concepto “América”: «Hablaremos de Latino-América por dos motivos. Primeramente, por cuanto América del Norte (la anglosajona y canadiense francesa) es otro “mundo”, que podremos encarar dentro de algunos decenios, después de habernos claramente “encontrado a nosotros mismos”. En segundo lugar, porque Hispano o Iberoamérica existió hasta el siglo XVIII –la Cristiandad colonial, como la llamara Toribio de Mogrovejo—, mientras que el proceso de universalización y secularización del siglo XIX se constituyó esencialmente por el aporte francés —en lo cultural— y anglosajón —en lo técnico—. Desde ese momento el mundo “español” es ya marginal en América latina... es esa totalidad humana, esa comunidad de los hombres que habitan desde California hasta el Cabo de Hornos, cuyo mundo se ha ido progresivamente constituyendo a partir del fundamento racial y cultural del hombre pre-hispánico, pero radicalmente desquiciado por el impacto del mundo hispánico del siglo XVI». 
Esta Hispanoamérica fue y será la que los ilustrados locales del siglo XIX han preferido ver como barbarie, cegados por los destellos luminosos que recibían desde las metrópolis que no les permitieron, salvo excepciones, revisar críticamente las cargas ideológicas que contenían las ideas que importaban. El peso que, en gran parte de la historiografía sobre nuestra América, ha tenido la mirada liberal de los investigadores, ha ocultado las notables diferencias de dos colonizaciones que se desplegaron en este continente: la del norte, la valorizada, cuyos protagonistas fueron ingleses y franceses fue así caracterizada por Ortega y Gasset: «Si ciertos pueblos —Francia, Inglaterra— han fructificado plenamente en la Edad moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas “modernos”. En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania. No lo han sido, en cambio, de España». Esta afirmación da para pensar en la matriz ideológica de la colonización del Norte, señalando el retardo con que España se fue incorporando a la Modernidad. 
Por el contrario, debemos remontarnos hasta unos siglos atrás en la historia de la península ibérica para enfrentarnos con un proceso particular. Tomar nota de él nos permite adoptar una perspectiva mucho más rica para pensar los primeros siglos de la colonización española. Leamos a la Dra. Dina V. Picotti: «La España que vino a América era ella misma fruto de un mestizaje de todos los pueblos que habían llegado a Europa y se detuvieron en la península como extremo de expansión, y de ocho siglos de dominio moro que dejaron un sello oriental indeleble; era en el fondo una España medieval, con fuertes organizaciones comunitarias y un cristianismo que, no habiendo pasado por el proceso de latinización, conservaba más sus caracteres semitas». Detengo la cita por un momento, para destacar el peculiar carácter cultural de hombre peninsular en contraposición con el hombre anglosajón: el señalamiento de la semitización del primero marca una diferencia que explica la distancia entre uno y otro en la comprensión del indígena y en el resultado de la relación que se entabló. Sigamos leyendo. 
«Todo ello facilitó el encuentro con los indígenas americanos, de estilo cultural oriental: su fuerte organización comunitaria, su lenguaje simbólico, religiones que conservaban los antiguos mitos de la humanidad y caracteres físicos no demasiado extraños sino atrayentes para un pueblo con buena dosis de influencia morisca y no poca negra, como lo revela la literatura. El español amancebó a la indígena y de ese contacto surgió el criollo, fenómeno que no se dio en la América del norte, adonde con casi absoluta prescindencia de lo indígena se trasladó y desplegó la modernidad europea. España tuvo políticamente una gran capacidad asimilativa, creando instituciones adecuadas a la nueva situación, como el Consejo de Indias y una legislación que reconocía derechos y organizaciones indígenas». 
Esta diferencia entre las dos Américas marcó profundamente la historia posterior, razón por la cual su estudio abre senderos insospechados. Insistir sobre estos aspectos culturales permite salir al cruce de la versión anglosajona que carga las tintas sobre la barbarie hispánica en el sometimiento del sur. 

Fuente: Ricardo Vicente López. Publicado en http://www.alpargatasynetbooks.com.ar

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